La crisis del
coronavirus nos ha hecho tomar conciencia de nuestra vulnerabilidad. Frente a
las ilusiones de la ciencia ficción de una prolongación indefinida de la vida,
nos hemos descubierto mortales. Más todavía, no hemos podido rendir nuestro
homenaje de amor a los seres queridos que se nos han ido sin despedirlos. Hoy
día, sin duda, la ciencia ha prolongado increíblemente la vida de las personas,
pero no siempre se ha logrado la ansiada calidad de vida que todos deseamos.
Esa calidad no se puede reducir a tener una vida más
confortable, en la que podamos consumir más, sino que debe ser una vida más
plena, en la que todo lo que hagamos tenga más sentido porque está más conforme
con nuestro ser auténtico y no simplemente con unas necesidades artificialmente
creadas.
El pueblo de Israel, instalado en la tierra, viviendo
sin problemas, corre el peligro de olvidar de dónde viene y adónde va. Por eso
Dios le invita a recordar su paso por el desierto, en el que Dios se ocupó
directamente de él para que no le faltara el alimento cotidiano, que nosotros
seguimos pidiendo al Señor (Deut 8,2-3.14b-16). No debe sobre todo olvidar que
el hombre vive no sólo de pan sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Además del hambre física, existen otras necesidades que saciar si queremos
realizar la vocación humana. Como el hombre está destinado a vivir la vida de
Dios, tiene que alimentarse de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo.
Los alimentos humanos no pueden garantizar una vida
sin fin. Tan sólo un alimento espiritual puede darnos la vida eterna. Jesús
prometió ese alimento y declaró que era su persona. Un hombre acosado,
condenado a muerte, en vez de resistirse o de maldecir a sus enemigos, se
entrega libremente en sus manos, da la vida por los demás. Y anticipa esa
donación en ese gesto genial que es la eucaristía, instituida en la Última
Cena. Jesús nos alimenta con su persona, su vida y su palabra. Nos alimenta
incorporándonos a sí y haciendo que circule por nosotros su misma vida. Esa
vida que Él ha recibido del Padre, una vida divina que dura para siempre (Juan
6,51-58).
Jesús promete la resurrección en el último día. En
realidad ese día definitivo ha llegado ya con su resurrección de manera que esa
vida eterna está presente ya en nosotros y la vivimos en la fe, la esperanza y
el amor. No es todavía la vida eterna en plenitud, pero son las primicias y la
garantía de lo que un día seremos y ya se deja entrever esa vida en abundancia
que brota de la entrega generosa de Jesús por todos nosotros.
La Eucaristía es sacramento de comunión. Unión
profunda con Cristo, que es nuestro alimento. En el proceso normal de la
comida, somos nosotros los que asimilamos el alimento y lo incorporamos a
nuestra vida. En la Eucaristía, por el contrario, somos nosotros los que nos
incorporamos a Cristo y formamos uno con Él. Pero, al unirnos a Cristo, nos
unimos también con el Padre. Es la vida del Padre la que anima la misión de
Jesús y, a través de Él, la vida misma de Dios llega a nosotros.
Todos los que comemos el mismo pan formamos un solo
cuerpo, porque tenemos la misma vida, la vida de Jesús, que es la vida misma de
Dios (1Cor 10,16-17). La vida humana nace y se desarrolla en el seno de la
familia. La Familia Marianista quiere ser un reflejo del seno maternal de María.
En familia podemos crecer espiritualmente en Cristo, alimentados por su cuerpo
y su sangre. Que la celebración de la eucaristía construya nuestra Iglesia como
Familia de Dios, que vive solidaria los problemas de todos los hombres.